Europa y España se encuentran sumidas en una crisis de alcance global como consecuencia de la mayor pandemia conocida desde hace más de un siglo, el Covid-19. Las consecuencias sociales de la parálisis económica derivada de la pandemia ya se han puesto de manifiesto de manera dramática. Ante esta situación cada gesto cuenta. La Orden Constantiniana, más allá de sus actuaciones corporativas, basa su acción en el compromiso personal de cada uno de sus miembros con los valores del Evangelio. Así, los caballeros y damas de nuestra Sacra Milicia están llamados a vivir inspirados por la Caridad exigente de la Caballería Cristiana. Muchas son las actuaciones a menudo silenciosas que los miembros de la Orden desarrollan, haciendo honor a la discreción de la verdadera Caridad. Sin embargo, en esta coyuntura de desasosiego, hemos solicitado a algunos caballeros y damas constantinianos que compartiesen su testimonio para que pueda servirnos de inspiración, y también para infundir Esperanza en un tiempo de crisis. Agradecemos a esos hermanos de hábito que hayan accedido a salir del anonimato, generosamente, para dar con su testimonio todo el sentido al lema de nuestra Sacra Milicia: “IN HOC SIGNO VINCES”.
Alfonso Pérez Guarinos es Capellán de Mérito de la Orden Constantiniana.
Este es su testimonio.
Por mi apostolado de cura de almas en un hospital, El Covid-19 ha venido a intensificar de una manera sin precedentes, lo que ya vivíamos en el día a día del hospital con la atención en las zonas de aislamiento por infección. De hecho, una semana antes de la declaración de la pandemia, había sido diagnosticado en Neumología de lesiones pulmonares causadas por una infección hospitalaria. Mis compañeros como yo, tanto por patologías que arrastrábamos, y también especialmente uno, por la edad, éramos personal de riesgo. Yo, como Coordinador Jefe de Guardia del Servicio de Capellanía sentía una gran responsabilidad por la situación de los capellanes ya que, y vuelvo a reiterar, todos por patologías previas, éramos personal de riesgo. Hablé con todos exponiendo que teníamos la posibilidad de marchar a casa y protegernos, avalados por los informes médicos para el tiempo de confinamiento, y aunque el compañero más joven y yo habíamos decidido seguir en el hospital, a nadie se le afearía la decisión que tomara, porque estaban en su pleno derecho de protegerse responsablemente y marchar durante este tiempo a casa, siguiendo orando por los demás.
Ninguno del equipo quiso hacer valer ese derecho y todos voluntariamente decidimos seguir, eso sí, de una manera responsable y utilizando todos los medios de protección disponibles que en ese momento, como el resto de personal sanitario, podíamos tener a nuestra disposición.
Si en todo tiempo, ya de por sí, la Palabra de Dios y la Liturgia de las Horas cobra en el hospital un sentido muy vivo, en estos días junto con la Eucaristía nos interpelaba a cada momento. Me he sentido muy pequeño, muchas veces casi inútil y completamente abandonado en las manos de Dios, porque yo poco podía hacer. Confieso que esta impotencia me ha llevado a llorar mucho y a esto se suma que no podía ver a nadie de los míos, de hecho algunos han fallecido y no he podido atenderlos ni estar con mis familiares en sus exequias.
Desde la distancia he orado y he celebrado misa por ellos sabiendo que otro sacerdote, como yo aquí, los ha atendido y ha hecho con cariño lo mismo que yo, en el hospital, he hecho por hermanos que ni conozco. Ni siquiera entre mis hermanos Sacerdotes podíamos tener contacto directo, y en el cambio de turno recogíamos el busca del hospital, desinfectado previamente en centralita, con la esperanza de que si uno caía afectado por el Covid, los demás no tuvieran que ir a la cuarentena y pudieran seguir trabajando.
De todo esto he aprendido que soy lo que soy ante Dios, y nada más, y sobre todo, que nuestro camino no puede ser en solitario. Aunque alguien pueda pensar que no necesita de nadie, después de pasar por esto, creo que ese es uno de los sentimientos que más hará infeliz a la sociedad y a nuestra Iglesia si no lo cambiamos.
Todos somos corresponsables, lo que a uno le afecta nos debiera afectar a todos y nadie se salva aparte, no puede existir el “aparte” en la barca de la Iglesia, no hay botes salvavidas individuales, solo una barca, un solo Señor que la dirige y todos los que decimos ir en ella, empleados en rescatar a hermanos que, la mayoría de veces, ni conocemos y que esperan nuestras manos extendidas para sacarlos de las turbulentas aguas. Da igual que en ese propósito de ayuda al que perece, pudiéramos perecer también, ya que sabemos que, tanto los otros como nosotros mismos, ya no estamos en el mar olvidados y abandonados a nuestra propia suerte, sino dentro de la barca, y que en la tarea de la vida y hasta el final, somos del Señor.
En estos días mi oración en medio de tantas imágenes dantescas y tanto dolor, era: “Señor Jesús, todos éstos como yo, ya no están en el mar abandonados, ahora están en tu barca, guíanos a todos a buen puerto”. En estos días he entendido bien lo que significa: “Deja todo, ven conmigo y te haré pescador de hombres”. Por eso para mí, la mejor ayuda contra esta pandemia es la corresponsabilidad y el cambiar la visión del “otro”, no como alguien que no tiene que ver nada conmigo, sino que muy al contrario, todos estamos completamente interconectados. Renunciar al “credo cainita”, tan extendido en nuestra sociedad, que profesa el no tener que ver nada con los demás, y entrar en la dinámica de la gran familia universal de la que nos habló Jesús en el Evangelio, sería una gran lección que podríamos sacar de este momento que vivimos.